miércoles, abril 18, 2012

SOBRE EL CAOS Y LA JURIDICIDAD EN LA ERA DEL CAPITALISMO TARDIO



SOBRE EL CAOS Y LA  JURIDICIDAD EN LA ERA DEL CAPITALISMO TARDIO.
Aquiles Kant O.   
  
“Como para Hegel la idea de la voluntad libre significa “el principio y por ello el comienzo de la ciencia del derecho”, la naturaleza no puede ser, en su exposición del derecho natural, la base del derecho. Por tal razón el nombre adecuado para lo que Hegel explicita en su obra –Derecho natural y ciencia del Estado, de 1821- es el de derecho racional (Vernunftlehre o Philosophische Rechtlehre)”
“El espíritu se extrae de la naturaleza y produce la naturaleza, se da sus leyes él mismo. La naturaleza no es, pues, la vida del derecho” Parágrafo 3 anot.


                                                                       K.H.Ilting                  

                 El derecho y su función, desde la perspectiva de las llamadas ciencias duras, más allá de su naturaleza convencional, positiva, en lo esencial descansan en su estructura de inefable carácter imputativa, no causal, en una enorme ficción, según lo admitiera en su tiempo el célebre jurista austro-americano, después del macartismo del que llegara a ser víctima, más allá de su jubilación en la Universidad de Berkeley, Hans Kelsen, uno de los fundadores del círculo de Viena, en otra de sus reputadas polémicas, esta vez, con Karl Olivekrona de la Universidad de Lund; y, que éste consigna en su versión castellana de 1980 de su obra en inglés Law as Fact, el Derecho como Hecho.      
                 La norma hipotética fundamental o norma supuesta, apuntando con ello a las constituciones de los más variados órdenes jurídicos, debe fingirse básicamente como existente por una cuestión metodológica no solo desde un punto de vista kantiano; esto es, a partir de una determinada teoría, científica, del conocimiento jurídico, cuanto que también en general desde una perspectiva fáctica o empírica. La costumbre y la práctica de la interpretación jurídica en un sentido amplio y la hermenéutica constitucional en particular  juegan aquí un rol por lo demás indesmentible. En Chile, resulta -entre otras varias sentencias- suficiente o paradigmático en dichos respectos sobre esta cuestión referir en nuestros días, por ejemplo, el fallo harto desvertebrado del Tribunal Constitucional recaído en una discutida disposición del Código de Bello sobre el matrimonio civil y sus necesarias e imprescindibles actualizaciones en nuestro medio. En relación con lo que razona un Alexandre Kóyeve en su obra sobre la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, cúmplenos también señalar que en este país donde menos del 1% de la población posee cerca del 80% de la riqueza no resulta claro saber quiénes mandan; así, como poco conocemos sobre quiénes, cómo y para qué fines universales se ejerce la jurisdicción, tanto se trate de la ordinaria o especiales, como de la constitucional. Desde el punto de vista del derecho; por ello, el nuestro, es un Estado carente de una verdadera carta jurídica de navegación.
                Aquí, en este solo enunciado lógico-jurídico trascendental nos encontramos pues con el fenómeno social e histórico que describimos, simplemente, como un orden llamado a reorientar o apenas direccionar desde una voluntad antropocéntrica, un desorden previo y primordialmente existente en el mundo de la vida e ideas de los hombres. O lo que es lo mismo, desde la introducción de la cuarta y quizá quinta dimensión de la materia en un sentido amplio, el caos ciertamente que de un modo mayúsculo brega siempre también entre nosotros por encontrarse en el rechazo permanente  del mismísimo orden aparente del mundo de la Astronomía, de la Física, de la Biología, o del Estado; vale decir, la economía y la sociedad weberianos, para los efectos que nos ocupan, de modo universal terminan por someterse de manera indefectible a la política en la lucha  o lógica de lo negativo según lo observara, además, Marcuse durante el Mayo Francés del 68, también desde Berkeley, en EEUU, en los tiempos de la absolutamente inconcebible guerra de Vietnam, y que reiterara aquél antes de morir casi al cierre del tiempo político y filosófico del siglo pasado.            
                 Ello; siempre, a fin de cuentas, cabe precisar también, sin dramatizaciones, de manera corriente cristaliza en nuestra contemporaneidad aleatoriamente, además, en una fórmula discreta, de compromiso, precaria, de un determinado derecho u orden jurídico que clama a nuestro conocimiento y disposición de la voluntad exigiéndonos ciertamente, sin hipostasiar, más allá en último término  de cualquiera hermenéutica jurídica, una razonable y generalizada sumisión o acatamiento al parecer no siempre, o quizá nunca, de clara o prístina fundamentación. A estos efectos, epistémicamente, el derecho u ordenamiento jurídico, en cuanto inflexión temporal de la voluntad, o lo que es lo mismo, de la libertad, y del ser de la conducta, la que sea, hie et nunc, fija después de todo una determinada praxis social e individual, de modo inexorable. En suma, en el devenir del mundo no exista otra historia que aquella que se hace, siguiendo en esto a Isaac Deutscher. Siendo el derecho una ficción el continuo permanente del mundo de la vida es también desde las normas, a fin de cuentas, inasible en lo esencial. Esto, cual fenómeno de espejo, es lo que el coro de la “industria del libro” y sus análogos, nos ocultan cual sirenas de Ulises, a diario, en la dimensión intelectual de los habitantes del mundo de ayer y de hoy y sus esperanzas. No resulta pues extraño que nos llenen en definitiva de falsos problemas.
                 Una y otra vez aparecemos postergando, sonambúlicamente, en nuestras vidas, las hazañas del espíritu a las que la fenomenología de éste nos invita en resumen a desentrañar Hegel; buscando, perdidos, nuestra “razón a caballo” o espíritu del mundo paseándose algo mayestática, siquiera de lejos, en la Jena personal de cada uno de nosotros, individual y socialmente, todos los días. Y lo que es peor, cuando no solemos caer en redondo e inadvertidos en las dudas y cavilaciones algo sensibleras de un Pierre Bezujov en medio de las tolstoyanas ruinas de Moscú de 1812.
                  La última guerra de Irak y otras parecidas destacaron en esto, de manera reciente, no debiéramos olvidar, en el marco general de las ideas jurídicas, aristas absolutamente discutibles, cuando no decididas ya de modo categórico y universal como insoportables, incivilizadas, para Occidente y su irremediable, peligrosa, cotidianidad.
                   Basta mirar para estos efectos, a partir de una ojeada elemental, el índice in corpore de la Filosofía del Derecho, obra fundacional del orden jurídico de los tiempos modernos, de Jorge Guillermo Federico Hegel de 1821 y la contribución a la crítica de la misma por el Dr. Carlos Marx, de 1843, y su conocida Ideología Alemana, para no hablar de sus Manuscritos de Paris de 1844, obras que prefirió legar al trabajo de los roedores como él mismo se encargó de decir cual un Prometeo Encadenado de los helenos, en una Germania, por lo demás en esos años, completamente feudal. El derecho abstracto; pues, la primera parte de aquella obra fundacional a escala mundial del profesor de Berlín, el mago hechicero del mundo restaurado de Metternich en la Viena de 1815, según lo concibiera prae mánibus un Henry Kissinger, no pasa de tratar la verdad, desde un relativo retorcimiento o giro metafísico, sobre los modos de adquirir la propiedad por antonomasia que regula hace más de dos milenios el Occidente desde las normas hoy universales del Código Civil, de posterior difusión napoleónica, esto es, contra toda apariencia, la versión en lo esencial ya catolizada del Siglo de las Luces del Corpus Juris Civilis del emperador Justiniano; recopilador en el siglo VI, a su turno, en la era del oriente imperial, de las leyes y prácticas latinas, desde la época clásica de la República Romana, muchísimo antes por cierto; y, al margen de una mirada retroactiva desde la noción sobre la velocidad de la luz, en la Era del Nuevo Conocimiento y de la Técnica: Esto es, ejemplarmente, la accesión como modo de adquirir la propiedad raíz por causas completamente naturales y la recurrente ocupación más bélica que pacífica y posesión irregular de la misma debida obviamente al simple cuanto proteico y salvaje o animal hecho perpetrado hasta ahora en las guerras no nucleares de todo género –internas y externas, militares o financieras, por cosas tangibles o intangibles, chinas o norteamericanas- por más que se las reclame también a futuro en los correspondientes y acelerados marcos crematísticos como debidas a causas o motivos pacíficos e incluso democráticos. En cualquier parte o época. Nosotros decimos, pues, sin mistificaciones, que las mismas se deberán como ha sido siempre a los vórtices de fuego, al caos primigenio y recurrente en la historia de la vida humana, así como de los Estados y sus ordenamientos jurídicos, comprendidos los virtuales o, por lógica, fallidos, de Internet. La in-determinación de las fuentes sin remedio debe asumirse hoy en día a escala ampliada en el mundo del derecho y en su universalidad, como una cuestión central a partir, al menos, de las difusas relaciones entre los derechos público y privado de una parte, así como del derecho internacional con respecto a los derechos de las nacionalidades y culturas diferentes, por otra. Amén de la cuestión de la llamada convergencia de los sistemas jurídicos que resume entre nosotros de modo paradigmático Mirjan Damaska (EJCH2000). En EE UU, sobre este punto, Jorge Mera y Jaime Couso acaban de señalar, por mediación intelectual, de carácter local del país que ellos analizan, en octubre de 2011, que “las decisiones de la Corte Suprema Federal se explican fundamentalmente por las actitudes y los valores de los jueces, mientras que factores normativos como el apego al precedente, al texto o la intención del legislador prácticamente no tienen impacto en sus decisiones”, no obstante, también sostienen de igual modo, los relativos disciplinamientos que aquélla alcanza respecto de las Cortes Federales o de Circuito y demás tribunales inferiores. En este país, por ley, 25 de los 50 estados de la Unión, tiene prohibido a su magistrados en sus respectivas jurisdicciones a hacer referencias a los tratados internacionales de derechos fundamentales en sus sentencias, salvas aquellas relativas a tratados de orden comercial suscritas por dicho Estado con el resto del mundo (profesores  Lech Garlicki y Mark Tushnet de visita a la Academia Judicial de Chile, octubre 2011). 
                  Ello no niega- recién ahora- a partir de los logros de la cultura y civilización de la última era de cierre de la globalización lo que expresara Gustav Radbruch más allá de cualquier mistificación y desde su perspectiva de un jusnaturalismo clásico después de la experiencia nazi: lo que no es derecho no merece ser obedecido. Al contrario. El Derecho, con mayúscula, como respuesta, de tregua en tregua histórica y política, en general; es, a no dudarlo, la contracara del Caos que reina también de manera simultánea y desembozadamente en el mundo de los hombres desde sus formas primigenias y de modo constante. Sin ofender hoy, simplificando; y, en aras de un pluralismo inteligente, realista, liberal, a Nietzsche, Camus, Foucault, Arón o Francis Fukuyama, de Universo en Universo Normativo, de orden jurídico en orden jurídico, sobre el plancton de las luchas sociales y de la Historia que no siempre se desenvuelven en puras causalidades o de manera lineal en campos normativamente acotados cuanto que, también suelen hacerlo, de manera recurrente, bajo el alero del principio de indeterminación, como ocurre en el comportamiento insospechado de las llamadas partículas locas de la física de Heisenberg, por ejemplo. Para no hablar de las actuales investigaciones subatómicas en la frontera franco-suiza y su relevancia en las ciencias fácticas a partir de las nuevas concepciones de la materia.
              El notable como lúcido relativismo de la Política de Aristóteles, cual paradoja, pareciera en su sustancia hacer suyo -en la hora actual- aquello del mito del eterno retorno de lo idéntico de un Nietzsche nada desquiciado. Cuando no, ficcionando, de la era del retorno de la Edad Media según lo señalara ya en 1973 Humberto Eco, el célebre autor de El Nombre de la Rosa.    
               Por último, y en relación con el problema de las fuentes del derecho, para situarnos entre nosotros, como una manera de dar con alguna salida algo más sana u optimista, comprensiva de las nuevas generaciones de nuestro país, más humana y mejor articulada normatividad, en la línea contradictoria y también algo determinista así como azarosa, a veces, de las investigaciones históricas de un Mario Góngora en su “El Estado en Chile”, e incluso contra Gabriel Salazar quien se queda corto e impotente en su anacronismo antiportaliano, bien pudiéramos proyectarnos con más firmeza en alguna suerte de nueva institucionalidad en nuestro medio a partir de la sombra al parecer vigorosa no solo para el sur de Europa que enarbola, por ejemplo, la Carta Política de la monarquía constitucional española, de 1978, comprendida su institución del Ombudsman. Nuestro presidencialismo, mutatis mutandi, no se aleja la verdad de sus raíces otrora hispánicas, como las ve por ejemplo la ópera Don Carlo, o la Pace dei Sepulcri, 1886, de Verdi, de suyo mestizas. Todas las constituciones chilenas a partir de sus prácticas, desde 1833, recordemos, han incorporado en su seno, de manera invariable, nuestras inveteradas así como particulares contradicciones, las que por esta vía bien pudieran canalizarse ya sin prejuicios, a estas alturas, tras los más de doscientos años de nuestra historia de Estado independiente, esto es, los mismos doscientos años de la fenomenología de Hegel, mediante técnicas jurídicas mejor depuradas, de no escasa sofisticación, más democráticas, de una manera verdaderamente mucho menos autoritaria de lo que ha sido hasta ahora el reconocido recuento de la institucionalidad actual de nuestro país, plagada de improntas primitivas, feudales, oscuras, violentas, mezquinas y salvajes. Los llamados eufemísticamente enclaves autoritarios han resultado de dudosa eticidad, en todo caso, desde la perspectiva paradigmática, incluso universal, de la concepción del Estado en Hegel, cuando se señala  que “Muirhead, en Inglaterra, declaró para ese entonces, 1914-1918, que no es en el hegelianismo, sino en la violenta reacción en contra de toda filosofía idealista, que se impuso poco después de su muerte, donde tenemos que buscar los fundamentos filosóficos del militarismo actual”, según nos lo recordara de manera temprana Herbert Marcuse en sus páginas finales de su varias veces reeditada “Razón y Revolución. Hegel y el Surgimiento de la Teoría Social” (1995).
             No es ningún misterio, por lo demás, en vena de ahondar ya,  en la hora presente, en esto de aventar más de algún prejuicio, que ésta obra debió expurgarla su autor, por aquellos años, durante la segunda guerra mundial, desde las oficinas de los sótanos del Departamento de Estado de Estados Unidos de Norteamérica, en los tiempos de la guerra contra el nacifacismo europeo y japonés, en plena alianza de orden pragmático, en esa época, con la otrora existente URSS; cuestión que, también se sabe, determinó que dicho autor analizara críticamente el marxismo soviético en 1951, antes del fallecimiento del hombre de acero, ocurrido poco después.   

  
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