SOBRE EL CAOS Y LA
JURIDICIDAD EN LA ERA DEL CAPITALISMO TARDIO.
Aquiles Kant O.
“Como
para Hegel la idea de la voluntad libre
significa “el principio y por ello el comienzo de la ciencia del derecho”, la
naturaleza no puede ser, en su exposición del derecho natural, la base del
derecho. Por tal razón el nombre adecuado para lo que Hegel explicita en su
obra –Derecho natural y ciencia del Estado, de 1821- es el de derecho racional
(Vernunftlehre o Philosophische Rechtlehre)”
“El
espíritu se extrae de la naturaleza y produce la naturaleza, se da sus leyes él
mismo. La naturaleza no es, pues, la
vida del derecho” Parágrafo 3 anot.
K.H.Ilting
El derecho y su función, desde la perspectiva de las llamadas ciencias duras, más allá de su
naturaleza convencional, positiva, en lo esencial descansan en su estructura de
inefable carácter imputativa, no
causal, en una enorme ficción, según lo admitiera en su tiempo el
célebre jurista austro-americano,
después del macartismo del que llegara a ser víctima, más allá de su jubilación
en la Universidad de Berkeley, Hans Kelsen, uno de los fundadores del círculo
de Viena, en otra de sus reputadas polémicas, esta vez, con Karl Olivekrona de
la Universidad de Lund; y, que éste consigna en su versión castellana de 1980
de su obra en inglés Law as Fact, el Derecho como Hecho.
La norma hipotética fundamental o norma supuesta, apuntando con ello a las constituciones de los más variados órdenes
jurídicos, debe fingirse básicamente
como existente por una cuestión metodológica no solo desde un punto de
vista kantiano; esto es, a partir de una determinada teoría, científica, del
conocimiento jurídico, cuanto que también en general desde una perspectiva
fáctica o empírica. La costumbre y la
práctica de la interpretación jurídica en un sentido amplio y la
hermenéutica constitucional en particular juegan aquí un rol por lo demás indesmentible.
En Chile, resulta -entre otras varias
sentencias- suficiente o paradigmático en dichos respectos sobre esta
cuestión referir en nuestros días, por ejemplo, el fallo harto desvertebrado del Tribunal Constitucional recaído en
una discutida disposición del Código de Bello sobre el matrimonio civil y sus
necesarias e imprescindibles actualizaciones en nuestro medio. En relación con
lo que razona un Alexandre Kóyeve en su obra sobre la dialéctica hegeliana del amo y el esclavo, cúmplenos también
señalar que en este país donde menos del 1% de la población posee cerca del 80%
de la riqueza no resulta claro saber
quiénes mandan; así, como poco conocemos sobre quiénes, cómo y para qué fines
universales se ejerce la jurisdicción, tanto se trate de la ordinaria o especiales, como de la constitucional.
Desde el punto de vista del derecho; por ello, el nuestro, es un Estado carente
de una verdadera carta jurídica de
navegación.
Aquí, en este solo enunciado lógico-jurídico trascendental nos
encontramos pues con el fenómeno social e histórico que describimos,
simplemente, como un orden llamado a reorientar o apenas direccionar desde una voluntad antropocéntrica, un desorden
previo y primordialmente existente en el mundo de la vida e ideas de los
hombres. O lo que es lo mismo, desde
la introducción de la cuarta y quizá quinta dimensión de la materia en un
sentido amplio, el caos
ciertamente que de un modo mayúsculo brega siempre también entre nosotros por
encontrarse en el rechazo permanente del
mismísimo orden aparente del mundo de la Astronomía, de la Física, de la
Biología, o del Estado; vale decir, la
economía y la sociedad weberianos, para los efectos que nos ocupan, de modo
universal terminan por someterse de manera indefectible a la política en la lucha
o lógica de lo negativo según lo observara, además, Marcuse durante
el Mayo Francés del 68, también desde Berkeley, en EEUU, en los tiempos de la
absolutamente inconcebible guerra de Vietnam, y que reiterara aquél antes de
morir casi al cierre del tiempo político y filosófico del siglo pasado.
Ello; siempre, a
fin de cuentas, cabe precisar también, sin dramatizaciones, de manera corriente
cristaliza en nuestra contemporaneidad aleatoriamente,
además, en una fórmula discreta, de compromiso, precaria, de un determinado derecho u orden jurídico
que clama a nuestro conocimiento y
disposición de la voluntad exigiéndonos ciertamente, sin hipostasiar, más
allá en último término de cualquiera
hermenéutica jurídica, una razonable y
generalizada sumisión o acatamiento al parecer no siempre, o quizá nunca, de
clara o prístina fundamentación. A estos efectos, epistémicamente, el derecho u ordenamiento jurídico, en cuanto
inflexión temporal de la voluntad, o lo que es lo mismo, de la libertad, y del
ser de la conducta, la que sea, hie et
nunc, fija después de todo una determinada praxis social e individual, de
modo inexorable. En suma, en el devenir del mundo no exista otra historia
que aquella que se hace, siguiendo en esto a Isaac Deutscher. Siendo el derecho una ficción el continuo
permanente del mundo de la vida es también desde las normas, a fin de cuentas,
inasible en lo esencial. Esto, cual fenómeno de espejo, es lo que el coro
de la “industria del libro” y sus análogos, nos
ocultan cual sirenas de Ulises, a
diario, en la dimensión intelectual de los habitantes del mundo de ayer y de
hoy y sus esperanzas. No resulta pues extraño que nos llenen en definitiva de
falsos problemas.
Una y otra vez aparecemos
postergando, sonambúlicamente, en nuestras vidas, las hazañas del espíritu a las
que la fenomenología de éste nos invita en resumen a desentrañar Hegel;
buscando, perdidos, nuestra “razón a caballo” o espíritu del mundo paseándose
algo mayestática, siquiera de lejos, en la Jena personal de cada uno de nosotros,
individual y socialmente, todos los días. Y lo que es peor, cuando no solemos
caer en redondo e inadvertidos en las dudas y cavilaciones algo sensibleras de
un Pierre Bezujov en medio de las
tolstoyanas ruinas de Moscú de 1812.
La última guerra de Irak y otras
parecidas destacaron en esto, de manera reciente, no debiéramos olvidar, en el
marco general de las ideas jurídicas, aristas absolutamente discutibles, cuando
no decididas ya de modo categórico y universal como insoportables,
incivilizadas, para Occidente y su irremediable, peligrosa, cotidianidad.
Basta mirar para estos
efectos, a partir de una ojeada elemental, el índice in corpore de la Filosofía del Derecho, obra fundacional del orden jurídico de los tiempos modernos, de
Jorge Guillermo Federico Hegel de 1821 y la contribución a la crítica de la
misma por el Dr. Carlos Marx, de 1843, y su conocida Ideología Alemana, para no hablar de sus Manuscritos de Paris de 1844, obras que prefirió legar al trabajo de los
roedores como él mismo se encargó de decir cual un Prometeo Encadenado de los
helenos, en una Germania, por lo demás en esos años, completamente feudal. El derecho abstracto; pues, la primera
parte de aquella obra fundacional a escala mundial del profesor de Berlín, el
mago hechicero del mundo restaurado
de Metternich en la Viena de 1815, según lo concibiera prae mánibus un Henry Kissinger, no pasa de tratar la verdad, desde
un relativo retorcimiento o giro metafísico, sobre los modos de adquirir la
propiedad por antonomasia que regula hace más de dos milenios el Occidente desde
las normas hoy universales del Código Civil, de posterior difusión napoleónica,
esto es, contra toda apariencia, la versión en lo esencial ya catolizada del
Siglo de las Luces del Corpus Juris Civilis
del emperador Justiniano; recopilador en el siglo VI, a su turno, en la era del oriente imperial, de las leyes y
prácticas latinas, desde la época clásica de la República Romana, muchísimo
antes por cierto; y, al margen de una mirada
retroactiva desde la noción sobre la velocidad de la luz, en la Era del
Nuevo Conocimiento y de la Técnica: Esto es, ejemplarmente, la
accesión como modo de adquirir la propiedad raíz por causas
completamente naturales y la recurrente ocupación más bélica que
pacífica y posesión irregular de
la misma debida obviamente al simple
cuanto proteico y salvaje o animal hecho perpetrado hasta ahora en las guerras
no nucleares de todo género –internas y externas, militares o financieras, por cosas tangibles o intangibles, chinas
o norteamericanas- por más que se las reclame también a futuro en los correspondientes y acelerados marcos crematísticos como debidas a causas o motivos
pacíficos e incluso democráticos. En cualquier parte o época. Nosotros decimos,
pues, sin mistificaciones, que las mismas se deberán como ha sido siempre a los vórtices de fuego, al caos primigenio y recurrente en la
historia de la vida humana, así como de los Estados y sus ordenamientos
jurídicos, comprendidos los virtuales o,
por lógica, fallidos, de Internet. La
in-determinación de las fuentes sin remedio debe asumirse hoy en día a escala
ampliada en el mundo del derecho y en su universalidad, como una cuestión
central a partir, al menos, de las
difusas relaciones entre los derechos público y privado de una parte, así como
del derecho internacional con respecto a los derechos de las nacionalidades y
culturas diferentes, por otra. Amén de la cuestión de la llamada
convergencia de los sistemas jurídicos que resume entre nosotros de modo
paradigmático Mirjan Damaska (EJCH2000). En EE UU, sobre este punto, Jorge Mera
y Jaime Couso acaban de señalar, por mediación intelectual, de carácter local
del país que ellos analizan, en octubre de 2011, que “las decisiones de la
Corte Suprema Federal se explican fundamentalmente por las actitudes y los
valores de los jueces, mientras que factores
normativos como el apego al precedente, al texto o la intención del legislador
prácticamente no tienen impacto en sus decisiones”, no obstante, también
sostienen de igual modo, los relativos disciplinamientos que aquélla alcanza
respecto de las Cortes Federales o de Circuito y demás tribunales inferiores. En
este país, por ley, 25 de los 50 estados de la Unión, tiene prohibido a su
magistrados en sus respectivas jurisdicciones a hacer referencias a los
tratados internacionales de derechos fundamentales en sus sentencias, salvas
aquellas relativas a tratados de orden comercial suscritas por dicho Estado con
el resto del mundo (profesores Lech Garlicki
y Mark Tushnet de visita a la Academia Judicial de Chile, octubre 2011).
Ello no niega- recién ahora- a partir de los logros de la cultura y
civilización de la última era de cierre de la globalización lo que expresara
Gustav Radbruch más allá de cualquier mistificación y desde su perspectiva de
un jusnaturalismo clásico después de la experiencia nazi: lo que no es derecho no merece
ser obedecido. Al contrario.
El Derecho, con mayúscula, como
respuesta, de tregua en tregua histórica y política, en general; es, a no
dudarlo, la contracara del Caos que
reina también de manera simultánea y desembozadamente en el mundo de los
hombres desde sus formas primigenias y de modo constante. Sin ofender hoy, simplificando; y, en aras de un pluralismo inteligente,
realista, liberal, a Nietzsche, Camus, Foucault, Arón o Francis Fukuyama, de
Universo en Universo Normativo, de orden jurídico en orden jurídico, sobre
el plancton de las luchas sociales y de la Historia que no siempre se
desenvuelven en puras causalidades o de manera lineal en campos normativamente
acotados cuanto que, también suelen hacerlo, de manera recurrente, bajo el
alero del principio de indeterminación, como ocurre en el comportamiento
insospechado de las llamadas partículas
locas de la física de Heisenberg, por ejemplo. Para no hablar de las
actuales investigaciones subatómicas en la frontera franco-suiza y su
relevancia en las ciencias fácticas a partir de las nuevas concepciones de la
materia.
El notable como lúcido
relativismo de la Política de Aristóteles, cual
paradoja, pareciera en su sustancia hacer suyo -en la hora actual- aquello
del mito del eterno retorno de lo idéntico de un Nietzsche nada desquiciado. Cuando
no, ficcionando, de la era del retorno de la Edad Media según lo señalara ya en
1973 Humberto Eco, el célebre autor de El Nombre de la Rosa.
Por último, y en relación con el
problema de las fuentes del derecho, para situarnos entre nosotros, como una
manera de dar con alguna salida algo más
sana u optimista, comprensiva de las nuevas generaciones de nuestro país,
más humana y mejor articulada normatividad, en la línea contradictoria y
también algo determinista así como azarosa, a veces, de las investigaciones
históricas de un Mario Góngora en su “El Estado en Chile”, e incluso contra
Gabriel Salazar quien se queda corto e impotente en su anacronismo antiportaliano,
bien pudiéramos proyectarnos con más firmeza en alguna suerte de nueva institucionalidad en nuestro medio
a partir de la sombra al parecer vigorosa no solo para el sur de Europa que
enarbola, por ejemplo, la Carta Política de la monarquía constitucional
española, de 1978, comprendida su institución del Ombudsman. Nuestro presidencialismo, mutatis mutandi, no se aleja la verdad de sus raíces otrora hispánicas,
como las ve por ejemplo la ópera Don
Carlo, o la Pace dei Sepulcri, 1886, de Verdi, de suyo mestizas. Todas las
constituciones chilenas a partir de sus prácticas, desde 1833, recordemos, han
incorporado en su seno, de manera invariable, nuestras inveteradas así como
particulares contradicciones, las que por esta vía bien pudieran canalizarse ya sin prejuicios, a estas alturas, tras
los más de doscientos años de nuestra historia de Estado independiente, esto
es, los mismos doscientos años de la
fenomenología de Hegel, mediante técnicas jurídicas mejor depuradas, de no
escasa sofisticación, más democráticas, de
una manera verdaderamente mucho menos autoritaria de lo que ha sido hasta ahora
el reconocido recuento de la institucionalidad actual de nuestro país,
plagada de improntas primitivas, feudales, oscuras, violentas, mezquinas y
salvajes. Los llamados eufemísticamente enclaves autoritarios han resultado de
dudosa eticidad, en todo caso, desde
la perspectiva paradigmática, incluso universal, de la concepción del Estado en Hegel, cuando se señala que “Muirhead, en Inglaterra, declaró para ese
entonces, 1914-1918, que no es en el hegelianismo, sino en la violenta reacción en contra de toda filosofía idealista, que
se impuso poco después de su muerte, donde tenemos que buscar los fundamentos filosóficos del militarismo
actual”, según nos lo recordara de manera temprana Herbert Marcuse en sus
páginas finales de su varias veces reeditada “Razón y Revolución. Hegel y el
Surgimiento de la Teoría Social” (1995).
No es ningún misterio, por lo demás,
en vena de ahondar ya, en la hora
presente, en esto de aventar más de algún
prejuicio, que ésta obra debió expurgarla su autor, por aquellos años, durante la segunda guerra mundial, desde
las oficinas de los sótanos del Departamento de Estado de Estados Unidos de
Norteamérica, en los tiempos de la guerra contra el nacifacismo europeo y
japonés, en plena alianza de orden pragmático, en esa época, con la otrora
existente URSS; cuestión que, también se sabe, determinó que dicho autor
analizara críticamente el marxismo soviético en 1951, antes del fallecimiento
del hombre de acero, ocurrido poco después.
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